Entre mis paisanos criticones y apreciadores de hechos es muy válido el de que mis padres, a fuer de bravos y pegones, lograron asentar un poco el geniazo tan terrible de nuestra familia. Sea que esta opinión tenga algún fundamento, sea un disparate, es lo cierto que si los autores de mis días no consiguieron mejorar su prole no fue por falta de diligencia: que la hicieron, y en grande.
¡Mis hermanas cuentan y no acaban de aquellas encerronas de día entero en esa despensa tan oscura donde tanto espantaban! Mis hermanos se fruncen todavía al recordar cómo crujía en el cuero limpio, ya la soga doblada en tres, ya el látigo de montar de mi padre. De mi madre se cuenta que llevaba siempre en la cintura, a guisa de espada, una pretina de siete ramales, y no por puro lujo: que a lo mejor del cuento, sin fórmula de juicio, la blandía con gentil desenfado, cayera donde cayera; amen de unos pellizcos menuditos y de sutil dolor con que solía aliñar toda reprensión.
¡Estos rigores paternales, bendito sea Dios, no me tocaron!
¡Sólo una vez en mi vida tuve de probar el amargor del látigo!
Con decir que fui el último de los hijos, y además enclenque y enfermizo, se explica tal blandura.
Todos en la casa me querían a cual más, siendo yo el mimo y la plata labrada de la familia; ¡y mal podría yo corresponder a tan universal cariño cuando todo el mío lo consagré a Frutos!
Al darme cuenta de que yo era una persona como todo hijo de vecino, y que podía ser querido y querer, encontré a mi lado a Frutos, que, más que todos y con especialidad, parecióme no tener más destino que amar lo que yo amase y hacer lo que se me antojara.
Frutos corría con la limpieza y arreglo de mi persona; y con tal maña y primor lo hacía, que ni los estregones de la húmeda toalla me molestaban cuando me limpiaba “esa cara de sol”, ni sufría sofocones cuando me peinaba, ni me lastimaba cuando con una aguja y de un modo incruento extraía de mis pies una cosa que… no me atrevo a nombrar.
Frutos me enseñaba a rezar, me hacía dormir y velaba mi sueño; despertábame a la mañana con el tazón de chocolate.
¿Qué más? Cuando, antes del almuerzo, llegaba de la escuela, ya estaba Frutos esperándome con la arepa frita, el chicharrón y la tajada.
Lo mejor de las comidas delicadas en cuya elaboración intervenía Frutos —que casi siempre consistían en chocolate sin harina, conservón de brevas y longanizas—, era para mí.
¡Válgame Dios! ¡Y las industrias que tenía! Regaba afrecho al pie del naranjo; ponía en el reguero una batea recostada sobre un palito; de éste amarraba una larga cabuya cuyo extremo cogía, yendo a esconderse tras una mata de caña a esperar que bajara el “pinche” a comer… Bajaba el pobre, y no bien había picoteado, cuando Frutos tiraba, y ¡zas!… ¡Debajo de la batea el pajarito para mí!
Cogía un palo de escoba, un recorte de pañete y unas hilachas; y, cose por aquí, rellena por allá, me hacía unos caballos de ojo blanco y larga crin, con todo y riendas, que ni para las envidias de los otros muchachos.
De cualquier tablita y con cerdas o hilillos de resorte me fabricaba unas guitarras de tenues voces; y cátame a mí punteando todo el día.
¡Y los atambores de tarros de lata! ¡Y las cometillas de abigarrada cola!
Con gracejo para mí sin igual contábame las famosas aventuras de Pedro Rimales —Urde, que llaman ahora—, que me hacían desternillar de risa; transportábame a la “Tierra de Irasynovolverás”, siguiendo al ave misteriosa de “la pluma de los siete colores”, y me embelesaba con las estupendas proezas del “patojito”, que yo tomaba por otras tantas realidades, no menos que con el cuento de “Sebastián de las Gracias”, personaje caballeresco entre el pueblo, quien lo mismo echa una trova por lo fino, al compás de acordada guitarra que empunta alguno al otro mundo de un tajo, y cuya narración tiene el encanto de llevar los versos con todo y tonada, lo cual no puede variarse so pena de quedar la cosa sin autenticidad.
Con vocecilla cascada y sólo para solazarme entonaba Frutos unos aires del país —dizque se llamaban “Corozales”—, que me sacaban de este mundo: ¡tan lindos y armoniosos me parecían!
Respetadísimos eran en casa mis fueros. Pretender lo contrario estando Frutos a mi lado era pensar en lo imposible. Que “¡Este muchacho está muy malcriado!”, decía mi madre; que “¡Es tema que le tienen al niño!”, replicaba Frutos; que “¡Hay que darle azote!”, decía mi padre; que “¡Eso sí que no lo verán!”, saltaba Frutos, cogiéndome de la mano y alzando conmigo; y ese día se andaba de hocico, que no había quién se le arrimase.
¡Y cuando yo le contaba que en la escuela me habían castigado! ¡Virgen Santa! ¡Las cosas que salían de esa boca contra ese judío, ese verdugo de maestro; contra mamá, porque era tan madre de caracol y tan de arracacha que tales cosas permitía; contra mi padre, porque era tan de pocos calzones que no iba y le metía unos sopapos a ese viejo malaentraña! Con ocasión de uno de mis castigos escolares se le calentaron tanto las enjundias a Frutos, que se puso a la puerta de la calle a esperar el paso del maestro; y apenas lo ve se le encara midiéndole puño, y con enérgicos ademanes exclama: “¡Ah, maldito! ¡Pusiste al niño com’un Nazareno! Mío había de ser… pero mirá: ¡ti había di’arrancar esas barbas de chivo!”. Y en realidad parecía que al pobre maestro no le iba a quedar pelo de barba. El dómine, que fuera de la escuela era un blando céfiro, quedóse tan fresco como si tal cosa; y yo “me la saqué”, porque Frutos en los días de azote o férula me resarcía con usura, dándome todas las golosinas que topaba y mimándome con mil embelecos y dictados a cual más tierno: entonces no era yo “El niño” solamente, sino “Granito di’oro”, “Mi reinito”, y otras cosas de la laya.
En casa el de más ropa que relevar era yo, porque Frutos se lamentaba siempre de que “el niño” estaba en cueros, y empalagaba tanto a mi madre y a mis hermanas, que, quieras que no, me tenían que hacer o comprar vestidos; no así tal cual, sino al gusto de Frutos.
De todo esto resultó que me fui abismando en aquel amor hasta no necesitar en la vida sino a Frutos, ni respirar sino por Frutos, ni vivir sino para Frutos; los demás de la casa, hasta mis padres, se me volvieron costal de paja.
¿Qué vería Frutos en un mocoso de ocho años para fanatizarse así? Lo ignoro. Sólo sé que yo veía en Frutos un ser extraordinario, a manera de ángel guardián; una cosa allá que no podía definir ni explicarme, superior, con todo, a cuanto podía existir.
¡Y venir a ver lo que era Frutos!
Ella —porque era mujer y se llamaba Fructuosa Rúa— debía de tener en ese entonces de sesenta años para arriba. Había sido esclava de mis abuelos maternos. Terminada la esclavitud se fue de la casa, a gozar, sin duda, de esas cosas tan buenas y divertidas de la gente libre. No las tendría todas consigo, o acaso la hostigarían, porque años después hubo de regresar a su tierra un tanto desengañada. ¡Y cuenta que había conocido mucho mundo, y, según ella, disfrutado mucho más!
Encontrando a mi madre, a quien había criado, ya casada y con varios hijos, entró a nuestra casa como sirvienta en lo de carguío y crianza de la menuda gente. Por muchos años desempeñó tal encargo con alguna jurisdicción en las cosas de buen comer, y llevándola siempre al estricote con mi madre a causa de su genio rascapulgas y arriscado, si bien muy encariñada con todos allá a su modo, y respetando mucho a mi padre a quien llamaba “Mi Amito”.
Mi madre la quería y la dispensaba las rabietas y perreras.
Frutos había tenido hijos; pero cuando mi crianza no estaban con ella, y no parecía tenerles mucho amor, porque ni los nombraba ni les hacía gran caso cuando por casualidad iban a verla. Por causa de la gota que padecía casi estaba retirada del servicio cuando yo nací; y al encargarse del benjamín de la casa hizo más de lo que sus fuerzas le permitían. A no ser porque su corazón se empeñó en quererme de aquel modo no soportara toda la guerra que la di.
Frutos era negra de pura raza; lo más negro que he conocido; de una negrura blanda y movible, jetona como ella sola, sobre todo en los días de vena que eran los más, muy sacada de jarretes y gacha. No sé si entonces usarían las hembras, como ahora, eso que tanto las abulta por detrás; sí lo usarían, porque a Frutos no le había de faltar; y era tal su tamaño que la pollera de percal morado que por delante barría le quedaba tan alta por detrás, que el ruedo anterior se veía blanquear, enredado en aquellos espundiosos dedos; de aquí el que su andar tuviese los balanceos y treguas de la gente patoja.
Camisa con escote y volante era su corpiño; en primitiva desnudez lucía su brazo roñoso y amorcillado; tapábase las greñudas “pasas” con pañuelo de color rabioso que anudaba en la frente a manera de oriental turbante; sólo para ir al templo se embozaba en una mantellina, verdusca ya por el tiempo; a paseo o demás negocio callejero iba siempre desmantada. Pero eso sí: muy limpia y zurcida, porque a pulcra en su persona nadie le ganó.
¡Muy zamba y muy fea! ¿No? Pues así y todo tenía ideas de la más rancia aristocracia, y hacía unas distinciones y deslindes de castas de que muchos blancos no se curan: no me dejaba juntar con muchachos mulatos, dizque porque no me tendrían el suficiente respeto cuando yo fuera un señor grande; jamás consintió que permaneciese en su cuarto, aunque estuviera con la gota, “porqui un blanco —decía— metido en cuarto de negras, s’emboba y se güelve un tientagallinas”; iguales razones alegaba para no dejarme ir a la cocina, y eso que el tal paraje me atraía: cuestión bucólica. Sólo por Nochebuena podía estarme allí cuanto quisiera, y hasta meter la sucia manita en todo; pero era porque en tan clásicos días toda la familia pasaba a la cocina. Mi padre y mis hermanos grandes, con toda su gravedad de señores muy principales, se daban sus vueltas por allí, y sacaban con un chuzo, de la hirviente cazuela, ya el dorado buñuelo, ya la esponjosa y retorcida hojuela; o bien haciendo del mecedor revolvían el pailón de natilla, que, revienta por aquí, revienta por más allá, formaba cráteres tamaños como dedales.
Las horas en que yo estaba en la escuela, que para Frutos eran de asueto, las pasaba ésta en hilar, arte en que era muy diestra; pero no bien el escolar se hacía sentir en la casa, huso, algodón y ovillo, todo iba a un rincón. “El niño” era antes que todo; sólo “el niño” la ponía de buen humor; sólo “el niño” arrancaba risas a esa boca donde palpitaban airadas palabras y gruñidos.
Admirada de este fenómeno, decía mi madre: “¡Este muchacho lo tendrá mi Dios para santo, cuando desde niño hace de estos milagros!”.
Al amparo de tal patrocinio iba sacando yo un geniecillo tan amerengado y voluntarioso, ¡que no había trapos con qué agarrarme! Ora me revolcaba dándome de calabazadas contra todo lo que topaba; ora estallaba en furibundos alaridos acompañados de lagrimones, cuando no me daba por aventar las cosas o por morder.
Tía Cruz, persona muy timorata y cabal, al ver mis arranques, se permitió una vez decir delante de Frutos que “el niño” estaba “falto de rejo”. ¡Más le hubiera valido ser muda a la buena señora! Frutos la hartó a desvergüenzas y la cobró una malquerencia tan grande, que siempre que la veía resoplaba de puro rabiosa.
Viendo los hilos que yo llevaba, solía protestar mi padre, y hasta manifestaba conatos de zurra; pero mamá lo aplacaba, diciéndole con las manos en la cabeza: “¡No te metás, por Dios! ¡Quién aguanta a Frutos!”.
Y como de todo lo malo casi siempre me daba cuenta, comprendí que por este lado bien cogidos los tenía, y me aprovechaba para hacer de las mías. Cuando veía la cosa apurada “las prendía” a asilarme en los brazos de Frutos; tomábamos camino del jardín, lugar de nuestros coloquios, y una vez allí… ¡como si estuviéramos en la luna!
A medida que yo crecía, crecían también los cuentos y relatos de Frutos, sin faltar los ejemplos y milagros de santos y ánimas benditas, materia en que tenía grande erudición; e íbame aficionando tanto a aquello, que no apetecía sino oír y oír. Las horas muertas se me pasaban suspenso de la palabra de Frutos. ¡Qué verbo el de aquella criatura! Mi fe y mi admiración se colmaron; llegué a persuadirme de que en la persona de Frutos se había juntado todo lo más sabio, todo lo más grande del universo mundo; su parecer fue para mí el Evangelio; palabras sacramentales las suyas.
Narrando y narrando llególes el turno a los cuentos de brujería y de duendería. ¡Y aquí el extasiarse mi alma!
Todo lo hasta entonces oído, que tanto me encantara, se me volvió una vulgaridad. ¡Brujas!… ¡Eso sí era la atracción de la belleza! ¡Eso sí merecía que uno le consagrara todita su vida en cuerpo y alma!
Ser payasito o comisario me había parecido siempre grande oficio; pero desde ese día me dije: “¡Qué payaso ni qué nada! ¡Como brujo no hay!”.
Cuanto entendía por hazañoso, por elevado, por útil, todo lo vi en la brujería. Las calenturas del entusiasmo me atacaron.
A fuerza de hacer repetir a Frutos las embrujadas narraciones, pude grabarlas en la memoria con sus más nimios detalles.
Del cuento pasábamos al comentario.
—¡Coger brujas —me dijo una vez— es de lo más fácil! ¡Nu’es más qui agarrar un puñao de mostaza y regala por toíto el cuarto: a la noche viene la vagamunda! Y echa a pañar, a pañar frut’e mostaza; y a lo qu’está bien agachada pañando, nu’es más que tirale con el cintu’e San Agustín… ¡y ai mesmito qued’enlazada de patimano, enredad’en el pelo! Un padrecito de la villa de Tunja cogía muchas asina, y las amarraba de la pata di’una mesa; ¡pero la cocinera del cura era tan boba que les daba güevo tibio, y las malditas s’embarcaban en la coca! ¡Consiá, cuandu’a las brujas no se les puede ni an mentar coqu’e güevo porqui al momentico se güelven ojo di hormiga.. ¡y se van!
—¡Ajáa! —dije yo—. ¿Y comu’hacen pa caber?…
—¡Pis! —replicó—. ¡Anté que si’achiquitan en la coca a como les da la gana! ¡María Santísima!
—¿Y no se pueden matar? —la pregunté.
—Eso sí; peru’al sigún y conjorme: si se les meti una cortada bien jonda se mueren; pero como son tan sabidas, ellas mesmas se meten otra y s’empatan y güelven a quedar güenas y sanas.
—¿Y matadas comu’hacen?
—¡Tan bobo! ¿No ve qu’ellas no se mueren del tiro sin’una qui’otra vez? Hay que tirales a toda gana la primerita cortada pa que queden ai tendidas. ¡Pero con el cinto de mi Padre San Agustín sí ni les valen marrullas!
—¿Y ondi’hay d’eso? —prorrumpí.
—¿Cinto? —dijo mi interlocutora con gesto de cosa dificultosa—. Eso es muy trabajoso conseguir: tan solamente el obispo se lu’impresta a los curitas jormales.
—¡Amalaya que mamá se lo mandara a prestar!… —exclamé entusiasmado.
—¡Ave María, muchacho! ¿Y qué vas hacer con cinto?
—¡Eh! ¡Pues pa coger brujas y amarralas de los palos!
A pesar de lo difícil que era conseguir el cinto, salí en busca de mi madre con la empresa. Halléla muy empecinada jugando al tute con otras señoras.
—Mamá… —le dije—. Oigami’ un escuchito… —y poniendo mi boca en su oreja la expuse mi demanda, con ese secreteo susurrante de los niños.
Las señoras, que no eran sordas, largaron la carcajada.
—¡Quitáte di’aquí, empalagoso! —exclamó mi madre—. ¡De dónde sacará este muchacho tanto embeleco!
Salí rezongando y muy corrido. En muchos días no pensé sino en cómo se conseguiría el cinto.
La “brujomanía” se me desarrolló con tanta furia, que no hablaba sino del asunto.
—¿Quién ti ha metido todas esas levas? —díjome una vez mi hermana Mariana, que era la más sabia de la casa—. ¡Nu’hay tales brujas! ¡Esas son bobadas de la negra Frutos! ¡No creás nada!
—¡Mentirosa! ¡Mentirosa! —le grité furioso— ¡Sí hay! ¡Sí hay! ¡Frutos me dijo!
—Y lo que dice Frutos no puede faltar… ¡Como si Frutos fuera la Madre de Dios!… ¡Animal!…
—¡Pecosa! ¡Pecosa! —aullé, embistiendo hacia ella con ánimo de morderla.
Me detuvo cogiéndome por los molledos y estrujándome de lo lindo.
—¡Voy a contarle a papá —dijo— para que te meta una cueriza, malcriado, que ya nu’hay quien ti’aguante!
Corrí en busca de Frutos, y, casi ahogado por el llanto, le grité al verla:
—¡Qué te parece, Frutos!… ¡ji! ¡ji! ¡ji!… qu’esa boba Mariana me dijo quizque nu’hay brujas!… ¡ji! ¡ji!… ¡quizque son cuentos que me metés!
Ella hizo una cara como de susto; me enjugó las lágrimas; y cogiéndome de una mano con agasajo, fuimos en silencio a sentarnos en un poyo detrás de la cocina.
—Vea, m’hijito —me dijo—: es muy cierto qui’hay brujas… ¡puú!… ¡De que las hay, las hay! Pero… ¡nu’hay que creer en ellas!
Mis ojos ya enjutos debieron abrirse tamaños: tal fue mi sorpresa.
Aquello no podía acomodarlo; pero Frutos lo decía, y así tenía que ser.
Hablamos de largo sobre el tema, y como yo no perdía ocasión de desentresijarla, la pregunté:
—Y decime: ¿las brujas son gente que se vuelve bruja, go es mi Dios que las hace?
—¡ No siá bobito! Mi Dios nu’hace sino cristianos; pero se güelven brujas si les da gana.
—¿Y también hay brujos?
—¡Nu’ha di’haber!… ¡Pues los duendes!… ¿No l’he contao pues? Pero como no tienen pelo largo como las brujas, no s’encumbran por la región sino que güelan bajito.
— ¿Y cómo si’aprendi a ser brujo?
Guardó corto silencio, y luego, con aire de quien revela lo más íntimo, me dijo a media voz:
—Pues la gente s’embruja muy facilito: la mod’es qui’uno si’unta bien untao con aceite en toítas las coyonturas; se qued’en la mera camisa y se gana a una parti’alta; y’así qu’está uno encaramao abre bien los brazos como pa volar, y dici’uno, ¡pero con harta fe! ¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡Y güelvi’a decir hasta qui’ajuste tres veces sin resollar; y antonces si’avienta uno pu’el aire y s’encumbra a la región!
—¿Y no se cai’uno?
—¡Ni bamba! Con tal qu’el unto’sté bien hecho y se diga comu’es.
Sentí escalofríos. No debía de saber que el arrodillarse fuera señal de adoración; que de saberlo, viérame Frutos de hinojos a sus pies. Me había hecho el hombre más feliz; había hallado mi ideal.
Esa noche, cuando después de rezar me metí en la cama, repetía muy quedo: “¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María!” y me dormí preocupado con esta declaración de ateísmo.
Al día siguiente muy de mañana corría yo por los corredores con los brazos abiertos y repitiendo la embrujada fórmula. Mariana, que tal oye, grita: “¡Mamá! ¡Venga y verá las cosas qu’está diciendo este ocioso!”. Pero mi madre no alcanzó a “ver” mi “dicho”, porque antes que llegara había yo tendido el vuelo a la calle, camino de la escuela. No sé por qué, pero me dio recelillo de que mi madre me viera haciendo tales cosas.
A mi vuelta no salió Frutos a recibirme. Fui a buscarla y a reclamar sus obsequios, y por primera vez la encontré hecha la ira mala conmigo: que mamá había ido a querérsela comer viva por las cosas que me contaba y enseñaba; que yo tenía la culpa por “icendario”; y que ya sabía que no volviera a “jorobarla” diciéndole que me contara cuentos, porque así como era tan “picón”…
Al almuerzo me dijo mi padre con una cara muy arrugada: “¡Cuidadito, amigo, cómo se le vuelven a oír las cositas que dijo esta mañana!… ¡Le cuesta muy caro!”.
Tales razones me desconcertaron.
¡Amenazarme mi padre! ¡Ponerme Frutos casi en entredicho! ¡Y precisamente cuando tenía tanto qué consultarle! ¡Quedarme sin saber a qué atenerme en lo del pelo largo, en lo del aceite!
Por tres días rogué a Frutos que tan siquiera me dijera dos cositas, prometiéndola no decir esta boca es mía. ¡Andróminas inútiles! No pude sonsacarle una palabra.
¡Qué malas! Y lo peor era que eso que al principio no pasaba de un capricho me fue alborotando con el obstáculo; que se tornó en deseo, en deseo apremioso, irresistible.
¡Ser brujo!… ¡Volar de noche por los techos, por la torre de la iglesia, por la “región”!… ¿Qué mayor dicha? Qué tal cuando yo diga en casa: “¿Qué m’encargan, que me voy esta noche pa Bogotá?”. Y conteste mamá: “Traéme manzanas”. ¡Y que al momento vuelva yo con una gajo bien lindo, acabadito de coger! ¡Y cuando me encumbre serenito, como un gallinazo, tejado arriba!…
¡Sí! Yo tenía que ser brujo; ¡era una necesidad! ¡Si hasta sentía aquí abajo la nostalgia del aire! “¡Por la gran «pica» —pensaba—, que aquí en casa me regañan y que Frutos ya no me cuenta nada, yo sabré qué hago! ¿Y al primero que se embrujó, quién le enseñó?… Yo siempre consigo aceite… manque sea de palma— christi… pero ese cuento del pelo largo, como las mujeres… ¡quién sabe!”.
Aquí el rascarme la cabeza.
Yo, que desde el último amén del rezo hasta las seis dormía a pierna suelta, tuve entonces mis ratos de velar. En la excitación del insomnio veía sublimidades facilísimas de llevar a cabo: dos veces soñé que en apacible vuelo giraba y giraba, alto, muy alto; que divisaba los pueblos, los campos, allá muy abajo, como dibujados en un papel.
Pepe Ríos, hijo de un señor que vivía vecino a nuestra casa, era un mi compinche; y al fin determiné abrirme con él y comunicarle mis proyectos. En un principio no pareció participar de mi entusiasmo, y me salió con el mismo cuento de que sí había brujas, pero que no había que creer en ellas, lo que me hizo afianzar más, viendo cuán de acuerdo estaba con Frutos. Pero le pinté la cosa con tal fuego, que al fin hube de trasmitírselo.
Pepe no era de los que se ahogan en poca agua: su inventiva todo lo allanó.
—¡Mirá! —me dijo— Mañana qui hay salve en l’iglesia tengo que ir de monarcillo. Yo sé onde tiene el sacristán guardao el aceite, cuando vaya a vestime le robo. Conseguite un frasco bien bueno pa que lo llenemos.
—¿Y de pelo qui’hacemos? —le repuse—. ¡Porque la gracia es que volemos bien altísimo!… Bajito como los duendes… ¡pa qué!
—¡Eso sí qu’es lo pilao! —exclamó Pepe—. Las muchachas de casa y mi máma se ponen pelo y se lo robamos. Qué li’hace que no sea pelo de nosotros; ¡en siendo largo y que se gulungué harto, con esu’hay!
“Este sí es el muchacho —pensaba entre mí, mientras abría la boca pasmado—. ¡Hast’ai! ¡Qué tal que si’ajuntara con Frutos!”.
Al otro día, en son de buscar un perico que dizque se nos había perdido, invadíamos Pepe y yo las alcobas de las señoritas Ríos. Rebuja por aquí, ojea por más allá, dimos con un espejo de gran cajón, y en éste una cata de cabellos de todos colores, enredados y como en bucles unos, otros trenzados y asegurados con cáñamo, otros lacios y flechudos, cuáles en ondas rizosas y bien pergeñadas, el cual “pelerío” se hacinaba entre grasientas y desdentadas peinetas desportilladas y horquillas nada bonitas y perfumadas. Un frasquito de tinta colorada me tentó, y como fuese a echarle mano con mucha golosina, me dijo Pepe:
—¡No lo cojás! Esu’es las chapas de mi máma, y… ¡hasta nos mata!
¡Qué pocos pelos le quedaron al cajón!
—¡Pero eso sí! —me dijo al entregármelo—. ¡Escondé bien todo en tu casa, y que no vayan a güeler nada! ¡Ve que vos sos muy cuentero!… Y si nos cogen… ¡Ni digás tampoco nada de lo que vamos hacer!…
—¡Eh! ¡Vos si crés! —repliquéle con gran solemnidad—. ¡Mirá que nu’hay ni riesgo que yo cuente!…
Desde ese día se nos vio juntos. Y nada que le agradaba a Frutos mi compañía con “ese Caifás”, como llamaba a Pepe.
Esa noche declaré en casa que no me acostaría sino cuando se acostaran los grandes, porque iba a cumplir diez años. Y así fue. Para distraer mis veladas me pasaba cerca a la vela, volteando como una mariposa, quemando papeles o despavesando, lo que incomodaba a Mariana, única que en casa me hacía oposición.
—¡Ah, mocoso! —decía—. ¡Ya ni’an de noche nos dej’en paz!… ¡And’acostáte, sangripesao!
Mas yo me sentía, entonces, tan gratamente preocupado, que sólo respondía a tales apóstrofes sacándole la lengua y haciéndole “bizcos”.
—¡Ah, muhán! —gritaba Mariana—. ¡Que si papá no te da una tollina… yo sí te cojo!… ¡Peru’he de tener el gusto di’amasate!…
Aumento de “bizcos”.
Doña Rita, madre de Pepe, asistía con sus hijas a la lotería que se jugaba en casa algunas noches, y Pepe no faltaba; pero desde nuestra alianza dejaba éste las delicias del apunte para irse conmigo. Así a nuestras anchas pudimos concertar el plan: la elevación quedó fijada para el domingo siguiente por la noche.
¡Faltaban dos días! ¡Qué expectación aquélla! Hasta la gana de comer se me quitó; hasta Frutos, que en ésas le atacó la gota, se me olvidó.
“¡En qué inguandias andarán!”, decía con aire de mal agüero, cuando pasábamos cerca de su cuarto.
Al fin ese domingo tan deseado amaneció. Desde las doce ya estábamos en el solar de casa apercibiéndonos para arreglar los cabellos. Un forro viejo de paraguas, que pudimos arbitrar, nos sirvió para pergeñar sendos peluquines, que, como Dios nos dio a entender, aseguramos con cera negra y con amarradijos de cabuya.
Terminada la grande obra verificamos la prueba ante el espejo de Mariana, que fue sacado clandestinamente. ¡Qué bien nos quedaban! ¡Cuán luengos nos caían los mechones! Convinimos, no obstante, que, más que a brujos, nos parecíamos al “Grande Hojarasquín del Monte”.
Guardamos todo con gran cuidado y nos salimos a la calle a disimular. Pero eso sí; devorados por dentro.
Después de angustiosa espera apareció por la noche Pepe con su madre; y no bien la lotería se estableció… ¡como pajaritos para el solar!
Trabóse, entonces, reñida disputa sobre cuál sería el punto adonde debíamos trepar para tender el vuelo. Pepe decía que sobre el horno, que estaba en el corredor del solar; yo, que sobre la tapia del corral, alegando que el horno no era bien alto, y que, como estaba bajo tejado, se torcía el vuelo y no podíamos encumbrarnos. Al fin nos decidimos por el chiquero, que reunía todas las condiciones. De él volaríamos al “Alto de las Piedras”, que domina el pueblo por el sur, y del Alto a la “región”. La elevación debía ser simultánea.
Aunque hacía luna llevamos cabo de vela, y, encendido éste, principiamos en el comedor el “brujístico” tocado. Colgados que fueron de un palo los vestidos de dril, remangadas las camisas, tomamos sendas plumas de gallina y principió la unción. ¡Válgame Dios! ¡Y qué efluvios los de aquel aceite!
Agotado el frasco y luego que las coyunturas nos quedaron hechas un melote, nos colocamos la rebujina de cabellos asegurados con barboquejo de cabuya.
Trémulos de emoción salimos solar abajo, con la bizarría de acróbatas que salen al circo saludando al público.
En lo más remoto del solar, allá tras el movible follaje del platanar, al principiar un declive que llamábamos “el rumbón”, estaba el chiquero de recios palos y techumbre de helecho; desaguaba por la pendiente aquélla, formando cauce de negro y palúdico fango que fertilizaba los lulos, las tomateras, el barbasco, allí nacidos espontáneamente.
Amenazantes por demás fueron los gruñidos con que a manera de protesta nos recibió el cerdo, cuando en tan desusadas horas vio invadidos sus dominios; pero nosotros proseguimos impertérritos, haciendo caso omiso de tales roncas.
Adelantándomele a Pepe no paré hasta poner el pie en el último travesaño. Allí, apoyado en uno de los palos que sostienen el techo, cual otro Girardot con su bandera, me detuve un segundo. ¡Mis ojos abarcaron la inmensidad!
Toda la fe que atesoraba la gasté entonces, y, con voz precipitada, por temor de faltar al precepto, con un resuello intempestivo, dije:
“¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María!”.
¡Y me lancé!
¡Cosa rara! En el vértigo me pareció no volar hacia el Alto convenido. Sentí frío; no sé qué en la cabeza, y… nada más.
Abrí los ojos. Alguien que me cargaba tendióme en una tarima; algo como sangre sentí en la cara; me miré: estaba casi desnudo y enlodado. Por el desorden de los muebles; por las tablas y fichas de la lotería, dispersas por el suelo; por los regueros de maíz; por el movimiento de alarma, sospeché lo que pasaba. Una ráfaga glacial me heló el corazón; cerré los ojos para no verme, para no presenciar no sé qué espantoso que iba a suceder.
—¡Toñito! ¡Antoñito! ¿Se aporrió? ¿Está herido? —preguntaban.
Sentí que me tocaban, que me acercaban la vela.
—¡No es nada! ¡No es nada!… —clamaban.
— ¡No fue nada… es que está aturdido!
—¡Abra los ojos!… ¡Antonio! ¡Antoñito!
—¡Cálmese! ¡Cálmese, mi siá Anita! ¡Nu’es nada!…
Un ruido como chasquido de dientes me llegó al alma. ¡Abrí los ojos, y vi!… Mi madre estaba tendida en una butaca, con los brazos rígidos, los puños contraídos y apretados, la cara lívida, torcida hacia un lado; los ojos en blanco, la nariz ensanchada como buscando aire; anhelaba gritar y se quedaba seca, agitada por opresora convulsión; unas señoras la tenían, la rociaban, la friccionaban, la hacían aspirar esencias. Mis hermanas lloraban.
Salté de la tarima prorrumpiendo en gritos: “¡Mamita! ¡Mamita!”.
—¡No tiene nada! —vociferaron—. No tiene nada!
—¡No está ni descompuesto!
—¡Cómo fue eso, por Dios!… ¿Cómo se puso así?…
—Pero si se hirió la cara!… Toñito, no se arrime… que está imposible.
Horrorizado fui a huir.
Me atajaron en la puerta con un platón de agua tibia; la cocinera me paró en medio del humeante baño sin que yo tratara de hacer resistencia; quitóme la inmunda camisa, y así hecho un Adán automático, principió el lavatorio ayudada de unas señoras.
—¡Eh! ¡Pero en qué se cayó este niño, qu’esto no despega! —dijo una.
—¡Si está apestao! —replicó otra, tapándose las narices y haciendo extremos de asco.
—¡Traigan jabón, a ver si esto sale!
Pronto la pelota de jabón de la tierra corrida por hábil mano untó todo mi cuerpo.
—¡Pues mis queridas! —exclamó la enjabonadora—. Esto es aceite de higuerillo, y no cosas de chiquero.
—¡Pues verdá! ¡Pues verdá! —repitieron las demás.
—¡Eh! ¡Pero cómo puede ser eso!
Del platón fuí trasladado a la tarima, y me enjugaron con una colcha. Mariana, ya sosegada, trajo camisa e iba a vestírmela cuando con gran tropel se llenó la pieza de gente. Mi padre venía allí.
—¿Se mató? —preguntó con voz que nunca le había oído.
Sin esperar respuesta salió. No había transcurrido un segundo cuando volvió: traía una soga.
—¡No le vaya a pegar! —prorrumpen mujeriles voces.
—¡Pobrecito! —dice la del jabón— Qué culpa tiene él!
—¡Es una injusticia, papá!… ¡Véalo herido! —plañían las de casa.
Papá no atendió: se acercó a mí; y, cogiéndome de un brazo con una mano, levantó con la otra un extremo doble de la soga y dijo trémulo:
—¡Te he tolerado todas las que has hecho; pero con ésta se llenó la medida!… ¡Tomá, vagamundo, pa que aprendás!… —y la soga crujió en mis carnes.
Un grito como aullido de animal resonó en la pieza: era Frutos que entraba.
—¡Mi Amito! ¡Mi Amito! —gimió, tratando de cogerle la soga, e interponiéndose entre él y yo—. ¡Mi Amito, por Dios! ¡No le pegue, por los clavos de Cristo! —y se arrodilla; le abraza las piernas, casi lo tumba—. ¡El no tiene culpa!… ¡No tiene!… ¡No tiene!…
Mi padre la rechaza; pero Frutos se pone en pie, y, saltando hacia mí, me envuelve en sus faldas.
—¡Vieja bruja! —grita él arrancándole el pañuelo y cogiéndola de las greñas—. ¡Largálo!… ¡O te mato!… —la arrastra con una mano, mientras que con la otra me saca del envoltorio.
—¡Quítenmela que la mato! —vocifera con coraje.
Ella se endereza, y, como un fardo, se va de espaldas contra el entablado suelo lanzando extraños sonidos.
El entonces toma la soga como la vez primera, y, contando, uno… dos… tres… hasta doce, va asentando azotes sobre mi desnudo cuerpo, que se zarandea como maniquí colgado.
No lancé un ay, ¡yo que ponía los gritos en el cielo porque una mosca se me asentara!
Frutos seguía en el suelo retorciéndose; de repente se levanta y torna a caer; en impúdica rebujina se revuelca, haciendo apartar la gente y tropezando con los muebles; algunos van a cogerla, y los rechaza a puñetazos, a patadas y mordiscos. Pudo, entonces, articular con voz espantosa:
—¡Déjenme que ahora mesmo me largo d’esta maldita casa!
Todos los hombres la acometen, y, arremolinándose en apretada lucha en que se sentían respiraciones de cansancio y traquear de huesos, logran sacarla al corredor.
En el desorden pude verla y se me antojó no obstante mi amor a ella cosa diabólica. Estaba desgreñada, con los ojos crecidos y sanguinolentos, echando espumarajos por la boca.
El médico entra, me examina; declara no haber fractura ni dislocación del hueso, ni cuerda encaramada; tocóme el rasguño de la mejilla, sacó un instrumento, y sin dolor extrajo del rasguño aquel la pequeña astilla de palo; me dio a tomar un bebistrajo que tenía aguardiente; tomó una copa, puso en ella un papel encendido, y, asentándomela en la espalda la fue corriendo, inflándome las carnes en dolorosa tensión; manos femeniles empapadas en aguardiente alcanforado frotaron mi cuerpo; y, por último, pegáronme en varios puntos pingos de trapo mojados en una agua amarillenta.
Aún no habían terminado estas faenas, cuando se oyeron pasos precipitados acompañados del crujir de almidonadas faldas. Doña Rita apareció en la puerta: traía en las manos uno de los peluquines de marras.
—¡Vengo muerta de pena! —exclamó sofocada haciendo visajes—. ¡Allá le hice dar de Ríos una cueriza a aquel bandido!… ¡Vean las cosas de estos diablos! —y exhibió la peluca—. ¡Pues no estaban de brujos!… ¡ Y esto fue lo que se pusieron en la cabeza dizque pa volar! ¡Qué les parece: el pelo que teníamos pa la cabellera de… Jesús Nazareno!…
Todos se agruparon para examinar la cosa, prorrumpiendo en mil extremos de admiración. También el doctor tomó el peluquín en las manos, riendo a carcajadas.
—¡Ave María, dotor!… —siguió doña Rita— ¡Pues no ve! ¡Un milagro patente fue qu’estos enemigos no si hubieran desnucao! ¡Qué le parece, dotor: ¡Y a aquel rumbón!… ¡La fortuna que cayó entr’el pantanero, y que s’enredo en una mata!… ¡Que si no, tiesecito lo levantan del zanjón! Estábamos jugando la lotería muy a gusto; ¡mi acababa de cerrar por las tres pelotas, cuando, dotor!… oímos qui aquel mío grita: “¡Corran qui’Antonio se mató!… “. ¡Li’aseguro, dotor, que me quedé muerta!… Corrieron todos con las velas… cuando a un rato nos lo traen en guandos… con la mera camisita… ¡con porquería de chiquero hasta los ojos!… ¡Chorriando sangre!… Muertecito… ¡Muertecito… mismamente! El mío s’escapó, porque comu’es tan haragán, no si atrevió a volar primero. ¡Pero qué le parece, dotor, que tuvieron cara, los indinos, d’empuercase todos con aceite d’higuerillo que le robaron al sacristán!… ¡Dizqu’es preciso pa ser brujos!… ¡Peru así bien untao… se chupó su buena cueriza! ¡No le digo! ¡Si estos muchachos di hoy en día aprenden con el Patas!
—¡No es con el Patas! —prorrumpe mi padre desde el cuarto vecino, saliendo a la escena— ¡No es con él! ¡Este diablo de negra Frutos que ha tolerado Anita es la que los ha metido en ésas! ¡Y no crean ustedes que este niño escapa; puede morir de las consecuencias; el cimbronazo debió se horrible!…
—El peligro es muy remoto y el caso no se presenta alarmante —repuso el esculapio—. Tanto es así, que no he tenido que apelar a un tratamiento enérgico.
—Ojalá así sea… —dijo mi padre—. ¡Pues sí! —agregó—. La maldita negra es la de todo. Desde que me llamaron y supe que la caída había sido del chiquero, todo lo adiviné. ¡Ya él se había chupado su regaño!
Contó, entonces, lo del ensayo de vuelo por los corredores y lo de las palabra aquéllas.
Aclarado el misterio llovieron las admiraciones y preguntas.
Estas pláticas me sacaron del sonambulismo. Me sentí el hombre más desgraciado. “Qué li’hace que me muera —me decía—. ¡Siempre que Frutos m’engaña con mentiras!… ¡Siempre qu’es tan mala!… ¡Siempre que uno no puede volar!… Así como así, mamá se murió —porque la creía muerta—. ¡Así como así, papá me ha pegado con rejo delante de tanta gente!… Así como me han desnudado… Siempre que Pepe es tan traicionero que contó… “.
Sentíame como si todos los resortes de mi alma se hubiesen roto: sin fe, sin ilusiones… Cerraba bien los ojos para irme muriendo y descansar; pero no: tristezas espantosas pasaban por mi cabeza. Exhalaba hondos suspiros.
Muy tarde, cuando ya se había ido toda la gente, me dormí. ¡Más me valiera velar! Cosas horribles y extravagantes estremecieron mi espíritu: veía a Frutos que volaba, que se reía de mí, haciéndome contorsiones; oía que las campanas doblaban tristes… muy tristes; en esa vaguedad de los sueños aspiraba el olor del ciprés, de luces ardiendo, y veía a mi madre en un ataúd negro… muy negro. Luego estuve en un pantano, sumergido hasta el pescuezo; quería salir, quería gritar, y no podía.
Al fin, merced a extraño impulso pude salir; lancé un grito y desperté temblando, con el cabello parado y empapado en frío sudor. Había luz en la pieza; mi madre, teniéndome de las manos, me sacudía.
—¡Toñito!… ¡Toñito!… —me gritaban.
—No si’asute m’hijito; es una pesadilla.
—¡Mamá viva! —pensé—. ¿Todavía estaré soñando?
Me tomó como a un chiquitín, y estrechándome contra su pecho, me besó la frente y me dijo llorando:
—¡No ve, m’hijo, las cosas que hace para que papá lo castigue!… Y si se ha matado… ¡qué había hecho yo!… —seguía llorando.
—¡Mamita querida!… ¿Usté no si ha muerto? ¿Nu’es cierto que no?
—No, m’hijito; ¿no ve qu’estoy aquí con usted? Eso fue que me dio la pataleta del susto… pero ya estoy aliviada… Tóme otra vez la pócima que dejó el doctor; ¡está muy sabrosa!…
¡Sí estaba viva!
Incorporeme para recibir el vaso; mi padre estaba sentado al extremo de la cama.
¡También lloraba!
Me pasó la mano por la frente, me tomó el pulso, y me dijo muy triste:
—¡Tiene mucha fiebre!… ¡Pero mucha!
Fue a despertar al doctor, que se había acostado en la pieza contigua; me dieron unas gotas en agua azucarada.
Sosegué por completo y lloré mucho; pero lloré con alegría.
Seis días estuve en cama, oyendo a doña Rita y a las visitas los comentarios, ya cómicos, ya tristes, de mi propia aventura. Por ellos supe que Frutos se había ido de casa y que había mandado por los corotos. Esto que el día antes me hubiera trastornado, me fue entonces indiferente.
Don Calixto Muñetón, lumbrera del pueblo, que arengaba siempre en los veintes de julio y cuando venía el obispo; que leía muchos libros y que compuso novena del Niño Dios, vino también a visitarnos. Sin ser veinte de julio se dejó arrebatar de la elocuencia a propósito de mi caída; disertó sobre las grandezas humanas poniendo verdes a las gentes orgullosas; y, al fin se planta en pie, toma en su siniestra su bastón de guayacán, levanta la diestra a la altura de su cara como manecilla de imprenta, y como quien resume, se encara conmigo con aire patético, y dice:
—Sí, mi amiguito: todo el que quiere volar, como usted… ¡chupa!
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