Sentir que es un soplo la vida es la recopilación de las mejores crónicas de Juan José Hoyos aparecidas en diarios y revistas nacionales, incluido un prólogo que debería ser lectura obligatoria para periodistas y aprendices de periodistas. El talento narrativo de este periodista –sin duda el mejor cronista del país en estos días – brota en cada una de las páginas. Y, como si fuera poco, el lenguaje, preciso, a veces poético, siempre fluido, hace que la lectura del libro se haga con un placer proporcionalmente inverso a los hechos trágicos que cuenta.
Son crónicas para todos los gustos. Unas divertidas, como “¡Por fin Medellín descubrió el strip-tease!”, que empieza con una frase que abre el apetito: “En la misma ciudad en la que un día se prohibió entrar a María Félix por orden arzobispal, seis mujeres se desnudaron sin pena ni gloria durante cuatro semanas, en un oscuro teatro de la carrera Bolívar, ante los ojos de 10.000 antioqueños que pagaron por verlas, cada uno, 60 pesos”. Hay también notas de nostalgia, como “Los muchachos de la cuarenta y cinco”, y otras que son capítulos de la historia desesperada de este país, como “Urabá, la tierra de las mil paradojas”; varias pertenecen al género del disparate, como la vida de Pacho-loco, el primer hombre que llegó manejando un carro a Quibdó, “pescador, torero, acróbata, taxista, ex candidato a la Cámara, mecánico y poeta”, cuya casa en Bahía Solano se llamaba “La guarida del príncipe de los océanos”, donde guardaba tesoros fabulosos como un estribo del jumento de Sancho Panza, los clavos con que clavaron a Jesucristo, la bacinilla de la reina Victoria y la linterna de Diógenes recuperada de los océanos. Sin embargo, “Los muertos fuimos cinco”, el relato de un joven que sobrevivió a su propia muerte es, no la crónica anunciada, sino la crónica perfecta. Y, aterradora, como son los mil modos de morir que acechan a los colombianos.
Silvia Galvis
La media luz de las noches de Medellín. El vasto atardecer del Magdalena Medio. Las sigilosas sombras indígenas en las oscuras selvas del Pacifico. Las comunas urbanas en el no futuro de los jóvenes. La pasión del oro de Anorí o El Bagre. Las vocaciones solitarias de un Manuel Mejía Vallejo, Ciro Mendía o Pedro Nel Gómez. Pero sobre todo una sentencia arrasadora que ha estremecido el periodismo colombiano: “Los muertos fuimos cinco”.
De estos paisajes, de estos hombres y de estas parábolas vitales, fluyen las crónicas de Juan José Hoyos. Los lectores las han vivido y sufrido como intensas sagas que expresan la dimensión de un país desaforado, acezante, donde la verdad es una mentira repetida. En ellas el hombre colombiano es una figura nítida, tal vez desolada pero tenaz, ya sea allí libre pero asediado en las laderas rojizas de Medellín, acorralado por los sembradores de la muerte.
Germán Santamaría