Los cuentos de Clara Llano son como una fábrica de atardeceres que se fugan. Así como tienen pasajes perturbadores, también están llenos de ese algo que dejamos de ser cuando crecimos. Clara se ha tomado el trabajo de recordar por todos la torpe manera en que nos hicimos adultos sin darnos cuenta. Estos cuentos nos transportan al tiempo en donde todo era para siempre ‒entre la adolescencia y la niñez‒, cuando pasaba de todo y no pasaba nada.
Están llenos de secretos de familia. Verdades que jamás se contaron por pudor, o por rabia o por dignidad o por vergüenza o por miedo. Y como nunca se contaron no alcanzaron a ser recuerdos. Verdades que devinieron en mito porque nadie las dijo nunca. Los narradores de todos los cuentos quieren decirlas, pero algo se los impide y no pueden ir más allá de un pequeño gesto revelador, una palabra que quiere ser una pista de los hechos, un suspiro a destiempo, una frase incómoda que se escapa y todos evitan.
Estos cuentos están construidos con silencios, quizá lo más difícil de lograr en literatura. La economía del lenguaje es tan eficaz como inquietante. Desde el título del libro se adivina esa intención. Maleza, la que nunca queremos pero siempre está, la que hay que segar constantemente porque se reproduce al menor descuido. Tampoco es casual que cada relato lleve por título una sola palabra. Clara Llano conoce secretos mecanismos del lenguaje y los usa con destreza para regresarnos a esos retazos de memoria que no pertenecen a la historia oficial. Inesperadas ráfagas de melancolía.