Su ojo izquierdo era de vidrio. De vidrio azul claro, parecía barnizado por una eterna noche. Mi abuelo veía la vida por la mitad, suponía yo, sin hacer medias preguntas. Todo para él se resumía en un medio mundo. Pero veía la vida por completo. Yo sabía. Su mirada, muchas veces se detenía como si estuviera en un mismo punto. Y lo estaba.
Así empieza este libro que, más que un relato, es poesía, poesía que mana de la voz de un niño, el nieto, quien nos entrega el retrato que el recuerdo de su abuelo ha dejado grabado en su corazón. Este libro no se puede contar, es necesario leerlo, porque no está hecho de argumento, no hay fábula, ni trama. Hay lenguaje, hay voz, hay imágenes densas, potentes, evocadoras, que se quedan habitando en el interior del lector y germinan y florecen. Esa es la fuerza de este libro y quizás del estilo, del sello singular de la obra de Bartolomeu Campos de Queirós. El ojo de vidrio se convierte aquí en un símbolo de la mirada y la ceguera, de la locura y la lucidez, de la luz y la oscuridad, de la ambigua y misteriosa condición humana.
Es un libro para leer muchas veces por su profundidad. En ese aparente tono inocente del niño que narra, hay una voz que reflexiona sobre la verdad y la mentira, sobre la soledad, sobre los poderes del silencio, sobre la facultad del hombre de visitar los mundo ocultos del más allá, sobre la capacidad que tiene el ser humano de mirarse a sí mismo, de tomar distancia.
En ese monólogo del niño se va dibujando poco a poco el personaje del abuelo. Pero su voz es tan auténtica, tan profunda, que ese personaje se humaniza. Conocemos las fortalezas y debilidades del abuelo, su capacidad de llorar a escondidas, de viajar a tierras lejanas refugiado en el silencio. Pero también, poco a poco, se va configurando la vida del niño, sus preferencias, sus gustos, sus miedos, y luego su familia. El ojo de vidrio de mi abuelo, es además una historia familiar, una geografía de una familia de seis hijos, abandonados por su madre.