La historia me resultó asombrosa. Un reconocido lingüista que se dedicaba al estudio y a la búsqueda de léxicos, de sintaxis, de pronunciaciones, de imágenes, de sueños, de símbolos, de espíritus en vía de extinción, sufre un colapso que lo lanza, con un certero manotazo, a un territorio mental desconocido. “Un nuevo mundo cerebral en el que no quedó, ni queda, ningún registro específico del pasado donde estuve y transité por más de cincuenta años”.
Han pasado varios años y J., aún sin memoria, encuentra una carta que ha sido escrita hace siete años por una tal Inés. La ha descubierto hace cinco meses y, desde entonces, la guarda en la mesita de noche y de vez en cuando la relee antes de apagar la luz. “Es una carta breve, apenas dos párrafos, cada uno de ocho o nueve líneas. Está escrita en una caligrafía cerrada y bonita (…)”, escribe en esa primera carta destinada a esa mujer que él no recuerda, “aunque haya vuelto a ver hace poco su mirada en una fotografía conmigo; tomados de la mano, entre una vegetación de árboles pequeños y piedras rojas, y los dos con una sonrisa casi idéntica”.
Tomado de la columna de Diego Aristazal de El Colombiano